VIAJE AL FONDO DE LA IZQUIERDA
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
ABC, 30 de junio de 2013
Hace cosa de dos mil quinientos años, Sócrates
afirmaba: “el modo de labrarnos una buena reputación es esforzarnos por
ser lo que deseamos aparentar.” Nuestra izquierda ha levantado su
prestigio haciendo exactamente lo contrario, pues se empeña en aparentar
todo aquello que no tiene la menor intención de ser. Donde se halló un
pensamiento, sólo existe un hatajo de opiniones. Donde vivió una
conducta, sólo queda un montón de gestos fabricados en serie. Donde
existió una moral, sólo queda una estética. Donde quizá estuvo el ser,
sólo queda la apariencia.
Pero en estos malos tiempos para la épica de la
autenticidad, la izquierda siempre ha sabido consolarse con los
beneficios de una simulación bien presentada. Poco puede reprochársele
que aproveche la fragilidad de este pintoresco momento de la historia,
en el que la exigencia de un sólido carácter ha sido reemplazada por la
atención a una elegante indumentaria. La reputación no sólo consiste en
lo que uno piensa o dice de sí mismo, sino en la imagen que ha
conseguido plasmar en la conciencia de los otros. Y la izquierda ha
conseguido hacerse con la denominación de origen de buena parte de los
lugares comunes en los que todos, incluyendo sus adversarios más
resueltos, colocamos el sentido esencial de las virtudes públicas. No
hay debate ni decisión gubernamental que se realicen sin ese
insoportable escrutinio, sin esa colérica intención de dejar fuera de
los preceptos elementales de nuestra civilización toda propuesta que no
asuma actitudes de la izquierda.
Consideremos, por ejemplo, de qué modo se ha
afrontado el conflicto sobre una ley de reforma educativa, que los
partidos contrarios a la norma han interpretado, sin más, como un simple
abuso del poder. A la izquierda corresponde, al parecer, determinar en
qué consiste un modelo de enseñanza y cómo debe preservarse el derecho a
la cultura, incluso cuando los ciudadanos han decidido apartarla de la
responsabilidad del gobierno, y eso porque no pueden mantenerla lejos de
la irresponsabilidad de la oposición. Ya ha empezado a proclamar,
contra lo que propone el gobierno, que un sistema de becas no debe tener
en cuenta ni el rendimiento, ni las condiciones económicas del
beneficiario, indicando que se trata de exigencias elitistas dirigidas a
frustrar las legítimas aspiraciones de los trabajadores. Esas
aspiraciones a la promoción social, sin embargo, han sido destruidas por
quienes siempre dicen defenderlas.
Clamando por la igualdad de los españoles ante
la educación, la izquierda se ha presentado siempre como defensora a
ultranza del sector público. En la triste y sucia realidad de los
hechos, las cosas han ido de una forma muy distinta. Desde hace treinta
años, y de un modo difícilmente revocable, la universidad pública
española ha sido entregada al uso y disfrute de un arcaico y tiránico
régimen clientelar. Quienes han programado los sistemas de acceso a la
docencia, promoción y control de la calidad investigadora no buscaban la
protección del sector público, sino la inmunidad de los funcionarios,
cuya reivindicación fundamental no era tanto consolidar su puesto de
trabajo, sino evitar que esa seguridad laboral se obtuviera a través de
una oposición pública. Como en un rosario académico, a los misterios
dolorosos de quienes se ven privados del derecho a una promoción que
juzgue solamente su esfuerzo y capacidad, se suman los misterios gozosos
de quienes llevan aprovechándose de esta impunidad todos los años de
nuestra democracia. Quizás eso sea lo que la izquierda entiende por
defensa del sector público como lugar de plena transparencia y espacio
de derechos garantizados.
Esa izquierda que ampara la igualdad de todos
los ciudadanos no ha dejado de refutarla en un asunto en el que todo el
mundo ha considerado más correcto olvidar la prudencia y desestimar el
sentido común. Nuestros falsos progresistas siempre se han caracterizado
por convertir un problema en un ministerio. El zapaterismo inventó un
problema para poder nombrar a una ministra, la de Igualdad. La cuestión
de género ha perdido su original función de eliminar aquellos obstáculos
que se pusieran a la promoción de cualquier persona, independientemente
de su sexo, para convertirse en un ámbito de discriminación. Por
supuesto, de “discriminación positiva”, como lo expresa un encantador
oxímoron nunca pensado para estas aplicaciones.
Curiosamente, es la derecha la que coloca a más
mujeres en altos puestos de responsabilidad política, pero no se le
puede pedir a la izquierda que, además de darnos tan malos consejos,
pierda su tiempo ofreciéndonos mejores ejemplos. Las mujeres españolas
no son un sector marginal, minoritario o paciente de una deficiencia
física o mental que demande su protección. Son ciudadanas que demandan
la igualdad de oportunidades y la preservación de sus derechos, contra
cualquier abuso que pudieran sufrir por razón de género. Son personas
que piden una dignidad elemental: ser evaluadas de acuerdo con sus
méritos, en igualdad de condiciones, sin ventajas tramposas ni
postergaciones injustas. La distinción de sexo, mantenida como requisito
para hacer listas electorales o reservar plazas en cualquier acceso a
un puesto de trabajo afecta a ese principio de igualdad ante el que se
saca tanto pecho administrativo. Pero no se preocupen ustedes, porque la
izquierda no exagerará sus demandas: la paridad sólo se refiere a los
puestos de liderazgo, nunca al porcentaje de cajeros y cajeras de un
supermercado o al de quienes tienen que atender una cadena de montaje.
Estas cuestiones, y algunas otras a las que me
referiré en un próximo artículo, son los testigos de cargo de una
situación intolerable. Quizás el fruto desdichado de nuestra llegada
tardía a la democracia resida en esta absurda hegemonía, en esta
totalitaria impresión de verdad fundamental sobre la que la izquierda
construye su feroz exigencia de que se le dé constantemente la razón.
Quizás haya que acabar con una deficiente formación cívica original, en
la que el respeto a las ideas ajenas parece llevar a la excesiva timidez
al defender las propias. Hasta que no rompamos la absurda patraña
cultural en la que nos movemos, España soportará un rasgo de inmadurez
social que ya no se tolera en ningún otro país de nuestro entorno, y que
convierte la aceptación de la filosofía de la izquierda en la condición
para tener y exponer ideas respetables. Hasta que no procedamos a esta
operación de elemental higiene política, la nuestra será una ciudadanía a
medias, que ha renunciado a su envergadura crítica y que ha entregado
sin lucha su avidez por el conocimiento y su pasión por el saber.
En uno de sus momentos más precarios, España
necesita tanto de la firmeza de las ideas como de la defensa de su
pluralidad. Necesita de la cortés energía con que respetamos a nuestros
oponentes, pero también del coraje indispensable para sustentar nuestros
juicios. Oscar Wilde lamentaba haber puesto su genio en la vida y sólo
su talento en las obras. Pongamos ambos, nuestra inteligencia entera, la
que custodia nuestras convicciones y la que afirma nuestra tolerancia,
al servicio de nuestra conciencia y a la altura de nuestros actos. Es lo
menos que le debemos a esta España que, por si alguien no se ha dado
cuenta, se nos está muriendo entre las manos.
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad